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Latitudes Piratas
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Latitudes Piratas Paperback - 2010

by Michael Crichton


From the publisher

Michael Crichton nació en Chicago en 1942. Se doctoró por la Facultad de Medicina de Harvard y durante esos años, escribió una serie de thrillers bajo el seudónimo de Jeffrey Hudson. En las últimas tres décadas, ha sido uno de los autores estadounidenses de mayor proyección mundial, y todos sus libros recibieron una sensacional acogida de crítica y público. Se le conoce mundialmente como el creador del thriller tecnológico y científico. Sus libros han sido traducidos a treinta y seis idiomas, y doce de ellos han sido llevados al cine. Entre sus obras cabe destacar: Esfera, Congo, Un caso de urgencia, El gran robo del tren, Acoso, Parque jurásico, El mundo perdido, Punto crítico, Rescate en el tiempo, Sol naciente, Presa y Estado de miedo, así como el guión de cine Twister. Falleció en 2008.

Details

  • Title Latitudes Piratas
  • Author Michael Crichton
  • Binding Paperback
  • Edition Tra
  • Pages 349
  • Volumes 1
  • Language SPA
  • Publisher Vintage Espanol, Nueva York
  • Date 2010-12-14
  • ISBN 9780307741141 / 0307741141
  • Weight 0.59 lbs (0.27 kg)
  • Dimensions 8 x 5.32 x 0.81 in (20.32 x 13.51 x 2.06 cm)
  • Library of Congress subjects Sea stories, Caribbean Area
  • Library of Congress Catalog Number 2010046389
  • Dewey Decimal Code FIC

Excerpt

1

Sir James Almont, nombrado gobernador de Jamaica por Su Majestad Carlos II de Inglaterra, solía ser un hombre madrugador. Ello se debía en parte a su condición de viudo ya mayor, en parte a los dolores de gota que trastornaban su sueño, y en parte a haber tenido que adaptarse al clima de la colonia de Jamaica que, en cuanto salía el sol, se volvía calurosa y húmeda.

La mañana del 7 de septiembre de 1665, sir James siguió su rutina habitual: se levantó de la cama en sus aposentos privados del tercer piso de la mansión del gobernador y se asomó a la ventana para ver qué tiempo se anunciaba para la jornada. La mansión del gobernador era una imponente construcción de ladrillo con el tejado de tejas rojas. También era el único edificio de tres pisos de Port Royal, y el panorama que ofrecía de la ciudad era excelente. El gobernador miró hacia abajo y vio cómo los faroleros hacían la ronda por las calles, apagando las farolas que habían encendido la noche anterior. En Ridge Street, la patrulla matinal de soldados de la guarnición estaba recogiendo a los borrachos y los cadáveres caídos en el barro. Justo debajo de su ventana, la primera de la planta, pasaban ruidosamente los carros de los aguadores tirados por caballos, cargados de barriles de agua potable del río Cobra, situado a varios kilómetros de distancia. Aparte de esto, Port Royal disfrutaba del silencio que reinaba brevemente entre el desvanecimiento estupefacto del último de los vagabundos borrachos y el comienzo del barullo del comercio matinal en la zona de los muelles.

Apartó la mirada de las calles estrechas y desordenadas de la ciudad, la dirigió hacia el puerto y contempló el bosque ondulante de mástiles, los cientos de navíos de todos los tamaños anclados o remolcados hasta el interior del puerto. En el mar, a lo lejos, vio una goleta mercante inglesa anclada más allá del arrecife de Rackham. Sin duda, el barco había llegado durante la noche, y el capitán había decidido prudentemente esperar a la luz del día para entrar en el puerto de Port Royal. Mientras lo observaba, a la luz de la aurora, se izaron las gavias del barco y dos botes salieron de la costa cerca de Fort Charles para guiar el mercante hasta el puerto.

El gobernador Almont, conocido en el lugar como «James la Décima», debido a su costumbre de desviar una décima parte del botín de las expediciones corsarias a sus cofres privados, se apartó de la ventana y cojeando por culpa de su dolorida pierna izquierda cruzó la habitación para asearse. Inmediatamente se olvidó del navío mercante, porque aquella mañana sir James tenía la desagradable obligación de asistir a una ejecución en la horca.

La semana anterior, unos soldados habían capturado a un fuera de la ley francés llamado LeClerc, acusado de realizar una expedición pirata contra el asentamiento de Ocho Ríos, en la costa norte de la isla.

Gracias al testimonio de algunos supervivientes del ataque, LeClerc había sido condenado a morir públicamente en la horca en High Street. El gobernador Almont no sentía ningún interés por aquel francés ni por su suerte, pero debía asistir a la ejecución como representante de la autoridad. Le esperaba una mañana tediosa y formal.

Richards, el criado del gobernador, entró en la habitación.

–Buenos días, excelencia. Su Burdeos.

Ofreció la copa de vino al gobernador, quien inmediatamente se lo bebió de un trago. Richards preparó lo necesario para el aseo matinal: una jofaina de agua de rosas, otra llena de bayas de mirto aplastadas y otra más pequeña con polvo dentífrico y un paño para sacar brillo a los dientes. El gobernador Almont comenzó su aseo acompañado del siseo del fuelle perfumado que Richards utilizaba cada mañana para renovar el aire de la estancia.

—Un día caluroso para una ejecución pública —comentó Richards.

Sir James gruñó a modo de asentimiento.

Se untó los cabellos cada día más escasos con la pasta de bayas de mirto. El gobernador Almont tenía cincuenta y un años, aunque ya hacía una década que se estaba quedando calvo. No era un hombre particularmente presumido, y de todos modos, normalmente llevaba sombrero, así que la calvicie no era algo tan terrible como pudiera parecer. Sin embargo, utilizaba preparados para combatir la pérdida del cabello. Desde hacía años usaba bayas de mirto, un remedio tradicional prescrito por Plinio. También se aplicaba una pasta de aceite de oliva, ceniza y lombrices trituradas para evitar la aparición de canas. Pero el olor de esa mezcla era tan nauseabundo que la usaba con me-nos frecuencia de la que consideraba aconsejable.

El gobernador Almont se enjuagó el pelo con agua de rosas, se lo secó con una toalla y examinó su aspecto en el espejo.

Uno de los privilegios de ser la máxima autoridad de la colonia de Jamaica era que poseía el mejor espejo de la isla. Medía casi treinta centímetros por cada lado y era de excelente calidad, sin irregularidades ni manchas. Había llegado de Londres hacía un año, a petición de un comerciante de la ciudad, y Almont lo había confiscado con un pretexto cualquiera.

No era ajeno a este tipo de comportamientos; incluso le pare-cía que con ello aumentaba el respeto de la comunidad hacia él. Tal como le había advertido en Londres sir William Lytton, el anterior gobernador, Jamaica «no era una región que adoleciera de un exceso de moral». En años posteriores, sir James recordaría a menudo tan acertadas palabras, ya que sir James no poseía el don de la elocuencia; era de una franqueza excesiva y tenía un temperamento marcadamente colérico, algo que él atribuía a la gota.

Mientras observaba su imagen en el espejo, se dio cuenta de que debía pasar a ver a Enders, el barbero, para que le recortara la barba. Sir James no era un hombre guapo, así que llevaba una barba poblada para compensar un rostro demasiado «afilado».

Farfulló algo a su reflejo y pasó a ocuparse de los dientes. Introdujo un dedo húmedo en la pasta de cabeza de conejo en polvo, cáscara de granada y flores de melocotón y se frotó los dientes vigorosamente, canturreando.

En la ventana, Richards contemplaba la llegada del barco.

—Dicen que ese mercante es el Godspeed, señor.

—¿Ah, sí?

Sir James se enjuagó la boca con un poco de agua de rosas, escupió, y se secó los dientes con el elegante paño de Holanda, de seda roja y con el borde de encaje. Tenía cuatro paños del mismo tipo, otro privilegio, por pequeño que fuera, de su posición en la colonia. Sin embargo, uno de ellos lo había estropeado una criada descuidada lavándolo a la manera tradicional, golpeándolo sobre las piedras, con lo que rasgó su delicado tejido. El servicio era un problema en la isla. Sir William también se lo había comentado.

Richards era una excepción, un criado al que había que cui-dar; escocés, pero limpio, fiel y razonablemente de fiar. También se podía contar con él para estar al corriente de los cotilleos y de todo lo que sucedía en la ciudad, pues de otro modo jamás llegarían a oídos del gobernador.

—El Godspeed, ¿dices?

—Sí, excelencia —afirmó Richards, colocando sobre la cama el vestuario de sir James para ese día.

—¿Mi nuevo secretario está a bordo?

Según los despachos del mes anterior, en el Godspeed llegaría su nuevo secretario, un tal Robert Hacklett. Sir James nunca había oído hablar de él, y estaba deseando conocerlo. Llevaba ocho meses sin secretario, desde que Lewis había muerto de disentería.

—Creo que sí, excelencia —dijo Richards.

Sir James se aplicó el maquillaje. Primero se untó con cerise —una crema elaborada con plomo blanco y vinagre— para conseguir en la cara y el cuello una palidez elegante. A continuación, en mejillas y labios, se aplicó fucus, un pigmento rojo compuesto de algas marinas y ocre.

—¿Deseáis aplazar la ejecución? —preguntó Richards, mientras ofrecía al gobernador su aceite medicinal.

—No, creo que no —contestó Almont, estremeciéndose tras tomar una cucharada.

Era un aceite de perro de pelo rojo, que preparaba un milanés establecido en Londres; se consideraba que era eficaz contra la gota. Sir James lo tomaba sin falta todas las mañanas.

Después se vistió de acuerdo con los compromisos de su jornada. Richards había preparado, muy acertadamente, el atuendo más formal del gobernador. Primero, sir James se puso una camisa blanca fina de seda, y después se enfundó unas mallas azul claro. A continuación, su jubón verde de terciopelo, pesadamente guateado y espantosamente caluroso, pero indispensable para las ceremonias oficiales. Su mejor sombrero de plumas completaba el atuendo.

Acicalarse le había ocupado casi una hora. A través de las

ventanas abiertas, sir James oía el alboroto matinal y los gritos de la ciudad que despertaba.

Dio un paso atrás para que Richards le diera una ojeada. El criado le ajustó los pliegues del cuello y asintió satisfecho.

—El comandante Scott os espera con vuestra carroza, excelencia —dijo Richards.

—Excelente —dijo sir James.

Caminando lentamente, a causa de los pinchazos de dolor en el dedo gordo del pie izquierdo, transpirando bajo el pesado jubón ornamentado y con los cosméticos resbalándole por las mejillas, el gobernador de Jamaica bajó la escalera de su residencia para subir a la carroza.

About the author

Michael Crichton naci en Chicago en 1942. Se doctor por la Facultad de Medicina de Harvard y durante esos aos, escribi una serie de thrillers bajo el seudnimo de Jeffrey Hudson. En las ltimas tres dcadas, ha sido uno de los autores estadounidenses de mayor proyeccin mundial, y todos sus libros recibieron una sensacional acogida de crtica y pblico. Se le conoce mundialmente como el creador del thriller tecnolgico y cientfico. Sus libros han sido traducidos a treinta y seis idiomas, y doce de ellos han sido llevados al cine. Entre sus obras cabe destacar: Esfera, Congo, Un caso de urgencia, El gran robo del tren, Acoso, Parque jursico, El mundo perdido, Punto crtico, Rescate en el tiempo, Sol naciente, Presa y Estado de miedo, as como el guin de cine Twister. Falleci en 2008.
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