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Alicia en el país de las maravillas
Stock Photo: Cover May Be Different

Alicia en el país de las maravillas Paperback - 2011

by Lewis Carroll


From the publisher

Lewis Carroll, seudónimo de Charles Lutwidge Dodgson, nació en Daresbury, Inglaterra, en 1832. Su padre era clérigo, y él fue ordenado diácono en 1861, pero renunció a proseguir la carrera eclesiástica. Desde 1851 vivió en Christ Church, Oxford. Allí llevó una vida retirada, dedicado a la enseñanza de matemáticas —disciplina sobre la que escribió diversas obras bajo su nombre auténtico— y a desarrollar una fructífera labor como fotógrafo y escritor. Sus dos libros fundamentales, Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo, fueron inspirados por Alice Liddell —hija del decano de Christ Church. Carroll murió el 14 de noviembre de 1898.

Details

  • Title Alicia en el país de las maravillas
  • Author Lewis Carroll
  • Binding Paperback
  • Edition TRA
  • Pages 384
  • Language SP
  • Publisher Knopf Doubleday Publishing Group
  • Date 2011-07-19
  • ISBN 9780307745149

Excerpt

1

Descenso por la madriguera

Alicia empezaba a estar harta de seguir tanto rato sentada en la orilla, junto a su hermana, sin hacer nada: una o dos veces se había asomado al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía ilustraciones ni diálogos, «¿y de qué sirve un libro —pensó Alicia—si no tiene ilustraciones ni diálogos?».

Así que estaba considerando (como mejor podía, pues el intenso calor la hacía sentirse muy torpe y adormilada) si la delicia de tejer una guirnalda de margaritas le compensaría de la molestia de incorporarse y recoger las flores, cuando de pronto un conejo blanco de ojos rosados pasó velozmente a su lado.

Nada extraordinario había en todo eso, y ni siquiera le pareció nada extraño oír que el Conejo se dijera a sí mismo:

«¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!» (cuando después pensó en el asunto, se sorprendió de que no le hubiera maravillado, pero entonces ya todo le resultaba perfectamente natural); sin embargo, cuando el Conejo, sin más, se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, y lo miró y apuró el paso, Alicia se levantó de un brinco porque de pronto comprendió que jamás había visto un conejo con chaleco y con un reloj en su interior. Y ardiendo de curiosidad, corrió a campo traviesa detrás de él, justo a tiempo de ver cómo se colaba por una gran madriguera que había bajo un seto.

Allí se metió Alicia al instante, tras él, sin pensar ni por un solo momento cómo se las ingeniaría para volver a salir.

Por un trecho, la madriguera seguía recta como un túnel, y luego, de repente, se hundía; tan de repente que Alicia no tuvo ni un instante para pensar en detenerse, sino que se vio cayendo por lo que parecía ser un pozo muy profundo.

O el pozo era muy profundo o ella caía muy despacio; el caso es que, conforme iba cayendo, tenía tiempo sobrado para mirar alrededor y preguntarse qué iría a suceder después. Primero trató de mirar abajo y averiguar adónde se dirigía, pero estaba demasiado oscuro para ver nada; luego miró las paredes del pozo y advirtió que estaban llenas de alacenas y estantes. Veía, aquí y allá, mapas y cuadros colgados. Al pasar por uno de los estantes, cogió un tarro con una etiqueta que decía: «MERMELADA DE NARANJA», pero qué desencanto: estaba vacío. No quiso soltarlo por miedo a matar a alguien;  así que se las arregló para colocarlo, al paso que caía, en uno de los estantes.

«¡Bueno —pensó Alicia—, después de una caída así, ya puedo rodar por las escaleras que sean! ¡Qué valiente, van a pensar que soy en casa! ¡No chistaría ni aunque me cayera del tejado!» (lo cual era más que probable).

Abajo, abajo, abajo. ¿Es que nunca iba a terminar de caer? «Me pregunto cuántos kilómetros he caído ya —dijo en voz alta—. Debo de estar llegando al centro de la Tierra. Veamos: eso sería unos seis mil quinientos kilómetros, creo...» (pues, como veis, Alicia había aprendido cosas de este tipo en la escuela, y aunque no fuera precisamente la mejor ocasión para exhibir sus conocimientos, ya que no había nadie que la escuchara, siempre era una buena práctica repetirlo). «Sí, esa será la distancia..., pero entonces ¿en qué latitud o longitud me encuentro?» (Alicia no tenía ni idea de lo que significaban esas palabras, pero al decirlas le sonaban muy hermosas y nobles.)

Y empezó otra vez: «Me pregunto si caeré atravesando directamente la Tierra... ¡Qué divertido sería aparecer entre gente que va patas arriba! Las Antipáticas, creo que se llaman» (no poco se congratuló esta vez de que nadie la escuchara, porque la palabra no le sonaba del todo correcta). «...Pero tendré que preguntar el nombre del país. Por favor, señora, ¿es esto Nueva Zelanda o Australia?» (y al decirlo, intentó hacer una reverencia...¡Figuraos, una reverencia, mientras caía por los aires! ¿Seríais capaces de hacerla?) «¡Y qué ignorante me juzgaría la señora! No, nunca lo preguntaré: tal vez lo vea escrito en algún lado.»
 
Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer, así que Alicia se puso a hablar de nuevo. «¡Ay, creo que Dina me va a echar mucho de menos esta noche!» (Dina era la gata.) «Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Dina querida, ojalá estuvieras aquí abajo conmigo! No hay ratones en el aire, me temo, pero podrías atrapar algún murciélago, y eso, ya sabes, es muy parecido a un ratón. Pero ¿comen murciélagos los gatos?» Y aquí Alicia empezó a adormilarse y a repetir su pregunta como si soñara: «¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?», y a veces: «¿Comen los murciélagos gatos?», porque, como no podía dar respuesta a sus preguntas, poco importaba la manera de hacerlas. Sintió que se dormía y había empezado a soñar que iba de la mano con Dina y le preguntaba muy seria: «Ahora, Dina, dime la verdad: “¿Te has comido alguna vez un murciélago”», cuando de pronto ¡bum!, ¡bum! fue a dar sobre un montón de ramas y hojas secas. El descenso había concluido.

Alicia no se hizo el menor daño, y al instante, de un salto, se incorporó: miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro; ante ella se abría otro largo pasadizo y aún vio al Conejo Blanco que se internaba apresuradamente. No había tiempo que perder: allá fue Alicia, como el viento, y llegó a tiempo de oírle decir mientras desaparecía por una esquina: «¡Por mis orejas y mis bigotes, qué tarde se me está haciendo!». Lo tenía casi a un paso, pero cuando ella dobló la esquina, el Conejo ya se había esfumado. Alicia se encontró en una sala larga y baja, alumbrada por una hilera de lámparas que colgaban del techo.

Había puertas por todos los lados de la sala, pero estaban todas cerradas, y cuando Alicia la hubo recorrido de parte a parte y tanteado una a una sus puertas, se encaminó tristemente hacia el centro, pensando cómo se las arreglaría para salir.

De pronto se encontró ante una mesita de tres patas, toda ella de cristal: no había otra cosa encima que una diminuta llave de oro, y lo primero que se le ocurrió a Alicia fue que la llavecita correspondería a una de las puertas de la sala; pero, ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes o la llave era demasiado pequeña, el caso es que no abría ninguna. Sin embargo, en un segundo intento, descubrió una cortina baja que no había notado antes, y detrás había una puertecita de unos cuarenta centímetros de altura. Probó la llavecita de oro en la cerradura y, con gran alegría, vio que ¡encajaba!

Alicia abrió la puerta y descubrió que conducía a un estrecho pasadizo, no mucho mayor que una ratonera. Se arrodilló y, a través del corredor, vio el más hermoso jardín que jamás hayáis visto. ¡Qué ganas tenía de dejar la sombría sala y deambular por entre aquellos lechos de rutilantes flores y aquellas frescas fuentes!, pero ni siquiera le entraba la cabeza por el hueco de la puerta; «y en caso de que pasara —pensó Alicia— de poco me serviría sin los hombros. ¡Ah, cómo me gustaría plegarme como un telescopio! Creo que podría, si supiera cómo empezar». Porque, ya veis, le habían ocurrido últimamente tantas cosas extraordinarias que Alicia empezaba a pensar que muy pocas eran realmente imposibles.

Era inútil quedarse allí plantada ante la puertecita, así que volvió a la mesa, con cierta esperanza de hallar encima otra llave o, al menos, un libro con las instrucciones para poder plegarse como un telescopio. Esta vez encontró una botellita («que por cierto no estaba aquí antes», se dijo Alicia): tenía atada alrededor del cuello una etiqueta de papel, en mayúsculas bellamente impresas, con la palabra «BÉBEME».

Bien estaba eso de decir «bébeme», pero una niña tan precavida como Alicia no iba a bebérselo sin más. «No —se dijo—, primero habría que ver si indica o no veneno», porque había leído varias historias muy bonitas de niños que fueron quemados vivos o devorados por bestias salvajes y demás cosas desagradables, y todo por negarse a recordar los sencillos preceptos que amistosamente les habían inculcado. Por ejemplo: que un atizador al rojo vivo quema si se lo sostiene por mucho rato; o que si uno se hace un corte muy profundo con un cuchillo en el dedo, por regla general sangra, y que (eso Alicia no lo había olvidado) si uno bebe mucho de una botella que pone «veneno», lo más probable es que, tarde o temprano, haga daño.

Sin embargo, en el frasco no ponía «veneno»; así que Alicia se atrevió a probarlo y, como tenía un sabor muy rico (de hecho sabía a una mezcla de
tarta de cerezas, natillas, piña, pavo asado, caramelo y crujientes tostadas de pan con mantequilla), se lo bebió de un trago.

«¡Qué sensación más curiosa! —dijo Alicia—. ¡Creo que me estoy plegando como un telescopio!»

Y así era, en efecto: ahora solo medía veinticinco centímetros de altura, y se le iluminó el rostro ante el jardín. Antes, sin embargo, aguardó unos minutos para pasar por la puertecita que la conduciría al hermoso jardín. No obstante, esperó unos minutos para ver si seguía achicándose; se sentía un poco nerviosa por ello, pues «podría acabar desapareciendo del todo —pensó—, como una vela, ¿y qué sería de mí entonces?». Trató de imaginarse qué aspecto tiene la llama al apagarse, porque no podía recordar haber visto nunca una cosa semejante.

Al cabo de un rato, viendo que nada nuevo le ocurría, decidió entrar de inmediato en el jardín; pero, ¡ay, pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, se dio cuenta de que había olvidado la llavecita de oro, y al volver a la mesa por ella advirtió que no podía alcanzarla: la veía perfectamente a través del cristal, e intentó trepar por una de las patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza; y agotada de su tentativa, la pobrecita se sentó y se puso a llorar.

«¡Ea, de nada sirve llorar así! —se dijo Alicia con bastante entereza—. ¡Te aconsejo que pares ahora mismo!» Solía darse muy buenos consejos (aunque pocas veces los pusiera en práctica) y a veces se reprendía con tal severidad que hasta le saltaban las lágrimas. Y aún recordaba que en una ocasión trató de darse un cachete por hacer trampas al jugar consigo misma en una partida de croquet, porque esta curiosa niña era muy aficionada a fingir que era dos personas. «¡Pero ahora es inútil pretender ser dos personas! —pensó Alicia—. ¡Si apenas ha quedado de mí lo suficiente para contar una persona entera!»

Poco después descubrió una cajita de cristal que había bajo la mesa: la abrió y halló en ella un minúsculo pastelillo sobre el que se leía, bellamente impresa con pasas, la palabra «CÓMEME». «Bueno, lo comeré —dijo Alicia—; si me hace más grande, podré coger la llave, y si me hace más pequeña, podré colarme por debajo de la puerta: así, de un modo u otro, ¡entraré en el jardín!»
 
Comió un poquitín y se preguntó con ansiedad: «¿Por dónde?, ¿por dónde?», poniéndose la mano encima de la cabeza para averiguar si era hacia arriba o hacia abajo; y no poco se sorprendió al ver que conservaba la misma estatura. En realidad, esto es lo que suele ocurrir cuando uno come pastel, pero tan habituada estaba Alicia a que solo le ocurrieran cosas extraordinarias que le pareció de lo más soso y estúpido que la vida siguiera su curso normal.

Así que, manos a la obra, pronto acabó con el pastel.

About the author

Lewis Carroll, seudnimo de Charles Lutwidge Dodgson, naci en Daresbury, Inglaterra, en 1832. Su padre era clrigo, y l fue ordenado dicono en 1861, pero renunci a proseguir la carrera eclesistica. Desde 1851 vivi en Christ Church, Oxford. All llev una vida retirada, dedicado a la enseanza de matemticas --disciplina sobre la que escribi diversas obras bajo su nombre autntico-- y a desarrollar una fructfera labor como fotgrafo y escritor. Sus dos libros fundamentales, Alicia en el pas de las maravillas y A travs del espejo, fueron inspirados por Alice Liddell --hija del decano de Christ Church. Carroll muri el 14 de noviembre de 1898.
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